Sobre el fracaso y cómo los sueños aprenden a ser realistas

Soy una persona muy introvertida. ¡Ale, ya lo he dicho! Sí, aparte de ser introvertida (lo cual significa que, si sobrepaso mis límites, estar en sociedad me agota y deprime en vez de animarme), tengo ansiedad social y fobia social causada por una penosa autoestima que prácticamente me viene en el ADN y secuelas de un bullying que parece que me va a estar acompañando toda la vida.

Antes de convertirme en una escritora publicada me costaba muchísimo decir que escribía – me daba vergüenza llamarme escritora; y no lo llegué a hacer hasta que en 2021 una editorial se interesó por el manuscrito de mi primera novela –. En realidad, lo que más me mataba era todo lo que supusiera socializar. El más tonto comentario en una imagen de Instagram me subía el estrés a niveles absurdos y hacía que rehuyera de las redes durante horas temiendo una posible respuesta; porque estaba bastante segura de que lo que había puesto era una tontería gigantesca. Decirse que era una inepta social es poco. Sin embargo, yo seguía escribiendo mis cosas en privado, soñando con que algún día – más pronto que tarde – una editorial me descubriría en mi caverna y me haría una escritora reconocida, porque yo me lo había currado y me lo merecía.

Joven e ingenua Inés… no, no la echo de menos.  

Cuando una editorial pequeña publicó mi primera novela, Hope, estaba emocionadísima. Mi sueño se estaba haciendo realidad. Al fin podía llamarme escritora porque alguien (alguien a quien no conocía) decía que mis palabras tenían valor. La gente al fin reconocería mi trabajo y mi talento – el cual, dependiendo del momento del día, dudaba que tuviera en absoluto o me decía que era una puta genio –. ¿Qué importaba que escribir un comentario por internet, anónimamente, me trastocara hasta el último de mis nervios? Lo iba a petar.

Bueno, pues no.

Mi editorial no iba a ocuparse de nada del marketing, así que era mi trabajo ocuparme de que mi pequeña criatura conociera lectores y expandirlo tanto como me fuera posible. Y sí, puede que tenga mis traumitas, pero escribir y compartir historias es mi sueño, así que iba a hacer lo que fuera necesario – dentro de lo que es honrado y respetuoso (no spam, chicxs… nunca hagáis spam) –  para dar a conocer mi novela.

Con mi hermana apoyándome y a veces haciendo de intermediaria, organizamos cuatro presentaciones para Hope. La primera fue en nuestro pueblo natal, en la biblioteca en la que siempre habíamos ido a encontrar novelas que incendiaran nuestra pasión por la literatura. Por presiones externas, acabé haciendo la presentación un 22 de diciembre, un martes a las ocho de la tarde (porque era importantísimo que hiciera la presentación antes de las fiestas navideñas y de que la gente se quedara sin pasta por la cuesta de enero). Mi propia madre se sentó en la mesa conmigo para introducirme (quien mejor que la mujer que me parió para darme el pistoletazo de salida). Acudieron los miembros del club de lectura, amigos de mis padres que me habían visto crecer y hasta un profesor que me dio clase en primaria. Teniendo en cuenta que todavía íbamos con mascarillas, que había restricciones de aforo y todos los demás factores… yo estaba emocionadísima. Pensé que no iba a venir nadie y me encontré con gente que aun sin conocerles se habían leído mi libro, o que tras escucharme lo compraron, dándome una agradable charla mientras les dedicaba los libros y haciendo que mi temor a las presentaciones desapareciera. Más tarde vería imágenes de otras presentaciones (pre-pandemia) en la misma sala y me daría cuenta de que en realidad solo había ido como la mitad de la gente que solía acudir a ese tipo de eventos. Pero yo iba con una mentalidad de 0 acompañantes. Hope ya llevaba un mes publicado y la mayoría de los libros que había vendido eran a mi familia. Me sentía una fracasada. Esa pequeña multitud me sorprendió con creces, sobre todo en un pueblo que, con todos los miedos y sufrimientos que me había causado, me había impedido ver que también había gente con la que compartir mis aficiones lectoras y escritoras.

La siguiente presentación que hice fue en mi universidad, la bonita Universidad de Alcalá de Henares. Ese año, después de terminar la carrera de Estudios Ingleses, me lo estaba tomando “sabático” (osease, que estuve escribiendo hasta que me sangraron los dedos; metafóricamente), pero me puse en contacto con mis profesores de universidad y con la que había sido mi maestra de introducción a la traducción, Maya Vinuesa, quien es una gran escritora de ficción, y organizamos mi segunda presentación de Hope. Esta vez acudieron parte de mi familia que vive por la zona, un par de alumnas de Erasmus que la propia Maya había invitado, compañeras del grado y un par de profesores. Sí, no había gente que hubiera ido ahí por curiosidad ni por dar una oportunidad a alguien nuevo. Habían ido porque me conocían; y eso tampoco me importaba. Me lo pasé muy bien y disfruté mucho hablando de literatura y de mi historia con ese círculo que, aunque era cercano, nunca realmente habían visto esa faceta de mí que (creo) es mi mejor parte.

La tercera presentación que hice, en la biblioteca Elena Fortún de Madrid, me preocupó un poco al principio. No venía nadie. Empecé a mentalizarme que seguramente tendría que recoger mis libros e irme con mi discurso de vuelta a casa. Intenté decirme que no pasaba nada. Que es normal. Si no eres nadie, nadie te va a dar su tiempo. Las cosas como son. Y yo no era (soy) nadie. Pero gente apareció. Di mi discurso. Vendí algunos libros y luego me di cuenta de que de nuevo, aparte de dos señoras que habían estado en el público, volvía a estar acompañada por mi familia. ¡Por una parte de mi familia que no conocía en absoluto! Me enteré más tarde de que habían visto el anuncio de la presentación a través del Facebook de mi padre, pero nunca se me había hablado de esas personas. Yo, que creía que tenía una familia grande, de pronto lo era aun más gracias a que había hecho esa presentación con un 90 por ciento del aforo vacío, pero ¡anda si no estaba más contenta que unas castañuelas por aquella fortuna!

La última presentación de Hope (hasta la fecha) fue también en Madrid, en la biblioteca Antonio Mingote. Ese día solo tuve una acompañante: una de las bibliotecarias. Traía mi discurso preparado (el mismo que para la anterior), pero no tuve ni que desdoblar esos papeles sobados. La bibliotecaria decidió quedarse a hablar conmigo sobre el libro. Yo me senté en el borde de la tarima que había para presentar en su auditorio y estuvimos hablando de qué me había llevado a escribir algo como Hope, de perros y que no nos merecemos el amor que recibimos de ellos. Al final, cuando tuvo que regresar a su puesto de trabajo, la bibliotecaria insistió en comprarme el libro (yo se lo quería regalar por haber estado conmigo). Y volví a casa contenta y sin ningún remordimiento.

Algunos llamarán fracaso a mis presentaciones. Quizá incluso yo en mis tiempos mozos me habría horrorizado de imaginarme en tal guisa. Pero hay que ser realistas, y cuando entré en el mundo editorial, cuando vi cómo iba a funcionar la cosa y lo complicado que es que te escuchen (sobre todo cuando nunca has intentado abrir la boca ni tienes muy claro cómo hacerlo), mis sueños cambiaron. No se evaporaron, pero sí se hicieron mucho más humildes. El dinero no era la cuestión – solo recibía un 15-10% de cada venta, sin contar lo que se lleva hacienda –; pero cada vez que alguien se llevaba un Hope a casa era una victoria. Alguien iba a sumergirse en sus páginas. Iba compartir mi historia con una persona completamente diferente a mí, con otra visión del mundo, y mi Hope iba a ser otro Hope, lejos de mi alcance. Para mí cada persona que elegía apostar por mi libro, por las circunstancias que fueran, eran una enorme, satisfactoria y épica victoria.

Ahora, tras un año y medio de su lanzamiento, miro los números de los Hope que hay en el mundo – 101, que yo sepa – y sí, parece un número pequeño. Si hablamos de marketing, es una birria de número. Un fracaso.

Pero que le jodan al marketing.

Yo, Inés Platero Gracia, era una chica con miedo a escribir un maldito comentario por internet. Hoy en día lo hago a diario. No se me altera el pulso por ello. He hecho amistades virtuales con otras lectoras y autoras que tal vez sean pequeñas en números, pero tienen un talento que ya querrían tenerlo muchxs de grandes editoriales. Sí, todavía a veces me da miedo mirar mensajes. A veces me saturo y quiero dejarlo todo y siento que las redes sociales absorben mi tiempo y que quizá todo esto no me va a llevar a nada y que mi trabajo nunca va a tener todo el reconocimiento que creo que se merece. Pero es que como yo hay miles y miles y miles de escritores. Antes miraba hacia arriba, hacia esas gigantescas editoriales, y me decía que esa era la cima, que habría que llegar allí de alguna forma. Hoy en día no me podrían importar menos. Y no me podrían importar menos porque he conocido a gente que de verdad tienen la misma pasión que yo por la escritura, por compartir sus historias, y no están ahí arriba. He conocido a gente que se enfrentan a mis mismos fracasos y que seguimos adelante porque somos masoquistas insaciables y estamos locos y tenemos tantos pájaros en la cabeza que si no los dejamos volar nos van a comer los sesos a picotazos.

Escribir es duro. Publicar lo es más. Autopublicarse es todavía infinitamente más. Los números no serán grandes porque sí – habrá épocas en los que no tendrás ningún número –, pero las historias no tienen fecha de caducidad. Hoy en día sé que tal y como está ahora, Hope es prácticamente inamovible. Sé que es una historia que no se va a volver a vender hasta – seguramente – que vuelva a tener yo los derechos de venta, lo reedite y autopublique. Puede que ni siquiera entonces tenga muchos números. Puede que en el futuro haga presentaciones a las que no acudan ni bibliotecarias. Puede que mis lectores se cansen de que torture a mis personajes y decidan que el karma está tardando demasiado. Sinceramente, no me preocupa (tengo dos perros guardianes para protegerme en caso de que alguien venga pidiendo venganza). El caso es que sé que nunca voy a parar, porque mis pequeñas victorias me encantan. Me encantan los extraños caminos que se van abriendo gracias a que la literatura me ha dado una voz que todavía estoy aprendiendo a usar. Y me encanta que los fracasos no sean fracasos porque he aprendido a no sufrirlos, sino a aprender de ellos con humildad.

Ahora ya han pasado más de 3 meses desde que publiqué mi segundo retoño, Noroi. No he hecho ninguna presentación y no la haré hasta dentro de poco más de un mes, de nuevo en mi pueblo natal. Esta vez no hay nadie que me venga presionando para que elija malas fechas o para que me mueva por sitios inciertos. Si bien no sé si alguien acudirá a mi siguiente presentación, pues la fantasía está muy estigmatizada y seguro que hay gente que me recuerda por Hope y sus psicólogos les han recomendado que mantengan una distancia prudencial de mí y mis obras, tengo muchas ganas de que llegue el día porque hablar de mis historias es lo que más me llena la vida; y eso no va a cambiar por nada en el mundo.


Y aquí una fotito de mi Samsagaz para alegraros el día 💓: 



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