Sobre el fracaso y cómo los sueños aprenden a ser realistas
Antes de convertirme en una
escritora publicada me costaba muchísimo decir que escribía – me daba vergüenza
llamarme escritora; y no lo llegué a hacer hasta que en 2021 una editorial se
interesó por el manuscrito de mi primera novela –. En realidad, lo que más me
mataba era todo lo que supusiera socializar. El más tonto comentario en una
imagen de Instagram me subía el estrés a niveles absurdos y hacía que rehuyera
de las redes durante horas temiendo una posible respuesta; porque estaba bastante segura de que lo que había puesto era una tontería gigantesca. Decirse que
era una inepta social es poco. Sin embargo, yo seguía escribiendo mis cosas en
privado, soñando con que algún día – más pronto que tarde – una editorial me
descubriría en mi caverna y me haría una escritora reconocida, porque yo me lo había currado
y me lo merecía.
Joven e ingenua Inés… no, no la echo
de menos.
Cuando una editorial pequeña
publicó mi primera novela, Hope, estaba emocionadísima. Mi sueño se estaba
haciendo realidad. Al fin podía llamarme escritora porque alguien (alguien a
quien no conocía) decía que mis palabras tenían valor. La gente al fin
reconocería mi trabajo y mi talento – el cual, dependiendo del momento del día,
dudaba que tuviera en absoluto o me decía que era una puta genio –. ¿Qué
importaba que escribir un comentario por internet, anónimamente, me trastocara hasta
el último de mis nervios? Lo iba a petar.
Bueno, pues no.
Mi editorial no iba a ocuparse de
nada del marketing, así que era mi trabajo ocuparme de que mi pequeña criatura
conociera lectores y expandirlo tanto como me fuera posible. Y sí, puede que
tenga mis traumitas, pero escribir y compartir historias es mi sueño, así que
iba a hacer lo que fuera necesario – dentro de lo que es honrado y respetuoso
(no spam, chicxs… nunca hagáis spam) – para dar a conocer mi novela.
La tercera presentación que hice,
en la biblioteca Elena Fortún de Madrid, me preocupó un poco al principio. No
venía nadie. Empecé a mentalizarme que seguramente tendría que recoger mis
libros e irme con mi discurso de vuelta a casa. Intenté decirme que no pasaba
nada. Que es normal. Si no eres nadie, nadie te va a dar su tiempo. Las cosas
como son. Y yo no era (soy) nadie. Pero gente apareció. Di mi discurso. Vendí
algunos libros y luego me di cuenta de que de nuevo, aparte de dos señoras que
habían estado en el público, volvía a estar acompañada por mi familia. ¡Por una
parte de mi familia que no conocía en absoluto! Me enteré más tarde de que
habían visto el anuncio de la presentación a través del Facebook de mi padre,
pero nunca se me había hablado de esas personas. Yo, que creía que tenía una
familia grande, de pronto lo era aun más gracias a que había hecho esa
presentación con un 90 por ciento del aforo vacío, pero ¡anda si no estaba más
contenta que unas castañuelas por aquella fortuna!
La última presentación de Hope
(hasta la fecha) fue también en Madrid, en la biblioteca Antonio Mingote. Ese
día solo tuve una acompañante: una de las bibliotecarias. Traía mi discurso
preparado (el mismo que para la anterior), pero no tuve ni que desdoblar esos
papeles sobados. La bibliotecaria decidió quedarse a hablar conmigo sobre el libro.
Yo me senté en el borde de la tarima que había para presentar en su auditorio y
estuvimos hablando de qué me había llevado a escribir algo como Hope, de perros
y que no nos merecemos el amor que recibimos de ellos. Al final, cuando tuvo
que regresar a su puesto de trabajo, la bibliotecaria insistió en comprarme el
libro (yo se lo quería regalar por haber estado conmigo). Y volví a casa
contenta y sin ningún remordimiento.
Algunos llamarán fracaso a mis
presentaciones. Quizá incluso yo en mis tiempos mozos me habría horrorizado de
imaginarme en tal guisa. Pero hay que ser realistas, y cuando entré en el mundo
editorial, cuando vi cómo iba a funcionar la cosa y lo complicado que es que te
escuchen (sobre todo cuando nunca has intentado abrir la boca ni tienes muy
claro cómo hacerlo), mis sueños cambiaron. No se evaporaron, pero sí se
hicieron mucho más humildes. El dinero no era la cuestión – solo recibía un 15-10% de cada venta, sin contar lo que se lleva hacienda –; pero cada vez
que alguien se llevaba un Hope a casa era una victoria. Alguien iba a
sumergirse en sus páginas. Iba compartir mi historia con una persona
completamente diferente a mí, con otra visión del mundo, y mi Hope iba a ser
otro Hope, lejos de mi alcance. Para mí cada persona que elegía apostar por mi
libro, por las circunstancias que fueran, eran una enorme, satisfactoria y
épica victoria.
Ahora, tras un año y medio de su
lanzamiento, miro los números de los Hope que hay en el mundo – 101, que yo
sepa – y sí, parece un número pequeño. Si hablamos de marketing, es una birria
de número. Un fracaso.
Pero que le jodan al marketing.
Yo, Inés Platero Gracia, era una
chica con miedo a escribir un maldito comentario por internet. Hoy en día lo
hago a diario. No se me altera el pulso por ello. He hecho amistades virtuales
con otras lectoras y autoras que tal vez sean pequeñas en números, pero tienen
un talento que ya querrían tenerlo muchxs de grandes editoriales. Sí, todavía a
veces me da miedo mirar mensajes. A veces me saturo y quiero dejarlo todo y
siento que las redes sociales absorben mi tiempo y que quizá todo esto no me va
a llevar a nada y que mi trabajo nunca va a tener todo el reconocimiento que
creo que se merece. Pero es que como yo hay miles y miles y miles de escritores.
Antes miraba hacia arriba, hacia esas gigantescas editoriales, y me decía que
esa era la cima, que habría que llegar allí de alguna forma. Hoy en día no me
podrían importar menos. Y no me podrían importar menos porque he conocido a
gente que de verdad tienen la misma pasión que yo por la escritura, por
compartir sus historias, y no están ahí arriba. He conocido a gente que se
enfrentan a mis mismos fracasos y que seguimos adelante porque somos masoquistas
insaciables y estamos locos y tenemos tantos pájaros en la cabeza que si no los
dejamos volar nos van a comer los sesos a picotazos.
Escribir es duro. Publicar lo es más. Autopublicarse es todavía infinitamente más. Los números no serán grandes
porque sí – habrá épocas en los que no tendrás ningún número –, pero las
historias no tienen fecha de caducidad. Hoy en día sé que tal y como está
ahora, Hope es prácticamente inamovible. Sé que es una historia que no se va a
volver a vender hasta – seguramente – que vuelva a tener yo los derechos de
venta, lo reedite y autopublique. Puede que ni siquiera entonces tenga muchos
números. Puede que en el futuro haga presentaciones a las que no acudan ni
bibliotecarias. Puede que mis lectores se cansen de que torture a mis
personajes y decidan que el karma está tardando demasiado. Sinceramente, no me
preocupa (tengo dos perros guardianes para protegerme en caso de que alguien
venga pidiendo venganza). El caso es que sé que nunca voy a parar, porque mis
pequeñas victorias me encantan. Me encantan los extraños caminos que se van
abriendo gracias a que la literatura me ha dado una voz que todavía estoy
aprendiendo a usar. Y me encanta que los fracasos no sean fracasos porque he
aprendido a no sufrirlos, sino a aprender de ellos con humildad.
Ahora ya han pasado más de 3 meses desde que publiqué mi segundo retoño, Noroi. No he hecho ninguna presentación y no la haré hasta dentro de poco más de un mes, de nuevo en mi pueblo natal. Esta vez no hay nadie que me venga presionando para que elija malas fechas o para que me mueva por sitios inciertos. Si bien no sé si alguien acudirá a mi siguiente presentación, pues la fantasía está muy estigmatizada y seguro que hay gente que me recuerda por Hope y sus psicólogos les han recomendado que mantengan una distancia prudencial de mí y mis obras, tengo muchas ganas de que llegue el día porque hablar de mis historias es lo que más me llena la vida; y eso no va a cambiar por nada en el mundo.
Y aquí una fotito de mi Samsagaz para alegraros el día 💓:
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