Sobre cómo escribir quema y mi bálsamo para las quemaduras

Toda escritora que se precie se ha quemado alguna vez con sus propias letras. Es un hecho. De la misma forma que las lectoras también acabamos desganadas de la lectura, a veces por una mala racha de libros o quizá por ninguna razón aparente, las escritoras nos abrasamos con nuestros propios textos hasta el punto de que simplemente con pensar en ellos nos producen sarpullidos. La sensación no puede ser más horrible. Una cree que nunca más será capaz de escribir, que nada de lo que produzca tendrá valor ni belleza, o que ya no tiene más que contar. Hace sentir a una escritora silenciosa, inútil.

Y es que escribir es uno de los peores trabajos del mundo.

Pero también es de los mejores.

Al igual que muchas escritoras que conozco, yo no estoy sujeta a ningún contrato para escribir. Nadie me va a venir amenazando si no escribo (bueno, o ese era el caso antes de publicar Noroi), ni voy a sentir ninguna presión económica para hacerlo. Es decir, que yo no escribo por dinero ni vivo de la escritura. Es una presión que no existe para mí. Pero, al igual que mis compañeras de letras, sé lo que es quemarse con las letras. ¿Por qué?

Pues porque somos masoquistas.

Nos flipa imaginar mundos, leyes y personas que a veces parecen más reales que nuestros vecinos. Nos encanta deleitarnos en nuestras fantasías, versos o romances ficticios. Nuestro corazón vive para soñar y nuestras cabezas están siempre en las nubes. Solo queremos mostrarle esas ideas a los demás y que lo gocen como lo hacemos nosotras. ¿Qué hay de malo en ello?

Pues que ahí reside el problema: para hacerlo, tenemos que escribir. Y a nosotras nos encanta escribir, pero también odiamos escribir. Ya lo sé. Parece toda una contradicción, pero no lo es.

Permitidme que os cuente la metáfora que la escritora V.E. Schwab – quien también tiene muchos problemas e inseguridades a la hora de escribir – suele usar para referirse a la escritura. Las escritoras tenemos una idea en la cabeza, y es perfecta. Es un orbe perfectamente pulido, con miles de colores cuyos nombres no se pueden pronunciar con una lengua humana y que suelta destellos de emoción. Está en nuestra cabeza, lo vemos, lo podemos tocar, lo podemos sentir y es precioso. Así que nos ponemos a escribir. Y ese proceso de escribir implica coger nuestro hermoso orbe y reventarlo contra la pared más cercana con una fuerza hulkeriana. Entonces nos agachamos y empezamos a recoger las piececitas diminutas de nuestro orbe para volver a recomponerlo. Algunas se habrán pulverizado o se habrán perdido debajo de los muebles. Una lástima, pero tenemos que centrarnos en el conjunto. En conseguir que nuestro orbe, aunque ahora solo sea un amasijo de pedazos pegados con Loctite, sea lo más parecido a lo que un día fue. Y eso es escribir un libro.

Me parece una gran metáfora por una buena razón: no idealiza escribir. Escribir está demasiado idealizado. ¡La gente se cree que es un hobbie! ¡Pero que va! ¡Es una enfermedad! ¡Soy escritora, por favor, denme una cura ya! (pd. Es broma; soy muy feliz con las voces de mi cabeza.)

Escribir no es simplemente tener una buena imaginación o la disciplina para imaginar o sentir más allá de nuestras posibilidades. Escribir requiere horas de soledad. Requiere que te enfrentes a las voces y las preguntes qué palabras las representan mejor y por qué. Requiere que nos cuestionemos continuamente. Requiere que sacrifiquemos horas que otros emplearían socializando, jugando a videojuegos, invirtiendo en criptomonedas o quién sabe qué (¿qué voy a saber yo cuando llevo dedicando mi tiempo libre a los libros desde que era una cría?). Requiere que cojamos ese precioso orbe y lo estrellemos en mil pedazos hasta que sea irreconocible. Y nunca es fácil.

Después de años, siento que he aprendido (un poquito) a evitar cómo quemarme hasta el punto de no querer volver a saber nada de un manuscrito. No tiene ningún truco ni atajo: una tiene que aprender a escucharse a sí misma.

Yo soy una escritora que puede pasarse un día tras otro sentándose delante del ordenador para escribir sin apenas sentir el transcurso del tiempo. Durante el año “sabático” que me tomé para dedicarme plenamente a la escritura y a la publicación, descubrí que era la peor jefa que podía tener. No me respetaba para nada. No me dejaba descansar y tampoco me sentía satisfecha de nada que consiguiera, por grande o pequeño que fuera. Era una capataz terrible (no se la recomiendo a nadie), pero aprendí mucho de ella. Y es que escribir es un trabajo continuo, pero también requiere perspectiva. Por mucho que una idea funcione en nuestra cabeza, es posible que las piezas del orbe hayan tenido que cambiarse de sitio y forma para evitar dejar agujeros demasiado cantosos. Es natural que las ideas cambien y que los caminos se hagan más escarpados. A veces nos perdemos. Entonces podemos hacer dos cosas: seguir tirando hacia delante esperando volver a encontrarnos en algún momento; o detenernos para planificar nuestros siguientes pasos con calma y reducir las posibilidades de que nos caigamos por un precipicio sin darnos cuenta.

Voy a decir esto porque si no reviento: no somos genios. No todo lo que nos pasa por la cabeza es una buena idea. A veces tenemos basura que no merece la pena que contemos. A veces nuestros parches improvisados para llegar de punto B al punto C son tan malos que se cargan las metas. En ocasiones podemos desechar esas malas ideas nada más crucen nuestras mentes, pero en otras tenemos que ponerlas sobre el papel/teclado y gastar tiempo y energías y ganas en una idea que no lleva a ningún lado. Y cómo jode eso.

Pero no pasa nada. Corta esa mala idea como arrancarías una mala hierba de tu huerto. Aléjate del manuscrito. Abre la ventana si es que tu zulo tiene una. Empápate del mundo. Piérdete en otras historias. Recárgate de la genialidad de otros. A veces solo es una cuestión de horas, otras de días, quizá necesites una semana. Pero más pronto que tarde, vuelve al manuscrito. Si lo necesitas, vuelve a leerlo y reflexiona sobre si esa última mala idea era la única mala idea y adónde debería fluir la historia a partir de todas las buenas que ya has escrito.

Una debe aprender a escucharse cuando la vocecilla interna le está diciendo que no le gusta lo que está viendo. Una debe ser paciente consigo misma y aceptar que no todo va a ser fácil ni bonito ni rápido. Escribir un libro – desde las primeras frases hasta la última millonésima revisión – puede llevarnos tanto meses como años. Pero no pasa nada. Porque esto no es una carrera. No se nos va a pasar el arroz como escritoras. Por suerte, mientras sigamos abiertas al mundo, nuestros cerebros e imaginación solo mejorará con el tiempo. Escribir basura es un paso del proceso. Quemarte es normal porque nadie (o casi nadie) tiene en su mente un orbe tan perfecto en realidad. Ese orbe no es más que una fachada, una pelota hueca que por muchas vueltas que le demos a la cabeza no va a completarse. Debemos sentarnos a escribir y a formar cada pedazo, llenando ese orbe en nuestras manos con las mejores letras para que, una vez terminado, sí que pueda lucir como una bola de discoteca.

Así que, si estás quemada de escribir, está bien. Respira. No es el fin del mundo. Volverás a escribir. Estoy segura. Quizá necesites un poco de tiempo apartada de tu historia. Tal vez necesites escribir un relato o un poema para que tu seguridad escritora vuelva con más fuerza. Tal vez necesites escuchar entrevistas de tus autorxs favoritos o a otrxs que han pasado por lo mismo que tú para volver a sentir la llamada de las letras. O tal vez solo necesites calmarte un poco. Sea como sea, tarde o temprano regresarás al teclado y terminarás el manuscrito.

Al fin y al cabo, somos escritoras: y escribir es lo que más nos gusta hacer en el mundo.



pd. Feliz día y ¡Michina al ataque! 




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