Abril: el mes más largo del año + ¡Prólogo de Helhest!
Ya se puede otear el final de abril, y qué ganitas, la verdad. Desde una perspectiva completamente personal, este mes me ha resultado larguísimo y tedioso. Y por más de una razón.
Cada día me resulta más complicado ser escritora y ser yo. Este mes "tendría" que haberme movido como han hecho otras compañeras e intentar ir a ferias del libro. Pero no he ido a ningún lado, ni he contactado con nadie ni me he acercado a ningún stand de libros. ¿Por qué? Pues porque estoy quemadísima en su mayor extremo de este mundillo en el que parece imposible sobrevivir.
Estoy muy cansada, lectorxs. Pero prefiero hablar de ello dentro de un par de semanas, cuando se haya acabado el Verkami, porque me he prometido a mí misma que no voy a ir dando pena a nadie/hacer el patético. Eso sí que no.
Así que aquí viene un resumen de cómo he estado siendo productiva este mes:
Helhest
Este mes comencé a corregir Helhest en su versión física y ya voy por más de la mitad (¡yeh!). Esta corrección es la penúltima que haré del manuscrito, pero una de las más intensas. Me produce una mezcolanza de satisfacción y desazón dar un vistazo rápido al texto que voy dejando atrás y ver que está lleno de tachones y anotaciones.
No os confundáis: el texto no es un (gran) desastre. El problema soy yo, que soy una puta perfeccionista.
Más que nada estoy cambiando palabras, quitando algunas que repito demasiado, intentando mejorar un poco las expresiones, etc. Por supuesto, también hay erratas; y nada me agrada más que estar leyendo y releyendo y releyendo cada línea, teniendo cuidado de ir palabra por palabra por si hay errores, y que luego me lleguen las notas de las lectoras beta, marcándome cosas que yo no he visto. Es una sensación maravillosa. Nótese la maldita ironía.
Por supuesto, aunque me da mucha rabia (porque hace que me pregunte que, si se me ha escapado esa errata, cuántas más habrán pasado desapercibidas), también aumenta mi amor y eterno agradecimiento hacia mis lectoras beta, que son un amor y hacen que este trabajo no parezca tan solitario.
Si todo sigue según lo previsto, el mes que viene ya tendría esta corrección hecha y, como a finales de mes me voy de bodorrio, pues descansaré un poco antes de ponerme con la maquetación en físico en junio.
Y es que este mes (para quien viva bajo una roca y no se haya enterado de lo pesada que he sido, y seguiré siendo) ha empezado el Verkami (recaudación de fondos) para costear la publicación de Helhest. Ya estamos al 80% de la meta (perdón, 84%, ¡que acaban de aportar! sdfjsofjapdoakopaksadofka) y solo quedan dos semanas para que termine el plazo. Ojalá se pueda cubrir ese último trecho en estos días, pero a estas alturas ya hemos ganado: Helhest se publicará este verano, ¡y qué ganitas tengo de que ya esté en vuestras manos! 💖
Los beneficios del té negro
En marzo, con la antología benéfica Historias para degustar entre sorbos de té negro , pudimos aportar un granito de arena a la causa de Chifa, un perrito que tenía un tremendo tumor en la cara que había que extirpar cuanto antes. Por suerte, al poco de pedir ayuda, se pudo intervenir y ya está recuperándose:
En abril no se ha podido recaudar gran cosa con la antología (tampoco he podido hacer mucha promoción porque estaba completamente centrada en el Verkami) y pensaba guardar lo de este mes para sumarlo a lo que sea que se consiga en mayo. Pero entonces vi el caso de Gaviota en la Fundación Benjamin Mehnert y supe que, por muy poco que se haya recaudado, tenía que aportarlo a su causa. Esta fundación había cerrado sus puertas a nuevos casos hasta que pudieran enfrentarse a la gran deuda que tenían con veterinarios, pero Gaviota vino en circunstancias, por desgracia, especiales. Aquí os dejo los detalles dados por la fundación, pero si queréis apoyar de forma personal, el código de donación es 07358:
Antología con tentetieso
Una de las cosas que me han alegrado el mes es haber participado en el concurso de relatos de fantasía que Ediciones Tentetieso organizó. Escribir historias breves me es muy costoso (suelo pensar a lo grande), pero cuando me pongo estos retos y me sale algo de lo que me siento orgullosa, me encanta. Sabiendo y conociendo a otras autoras que han participado en el concurso, no podría estar más honrada de haber sido otorgada el 3º puesto del concurso 💓. Pero, sin duda, lo que más me emociona es que, con todos los relatos que han formado parte del concurso, ¡se va a hacer una antología! Todavía estamos barajeando cómo hacerlo, pero no podría alegrarme más poder formar parte de esto.
Estrenando en exclusiva el prólogo de Helhest
Y, para despedir este update literario, os traigo una sorpresita (espero) agradable. Ayer hice una encuesta en Instagram para ver si os apetecía que compartiera el prólogo y el primer capítulo de Helhest y varios me disteis luz verde. Así que aquí os dejo el prólogo, para ir calentando motores, y mañana subiré al blog el primer capítulo. Ya sabéis que podéis poner comentarios en la parte inferior de la entrada o escribirme directamente a mí. Me encantaría saber vuestras impresiones y pensamientos (aunque sea un simple "AAAAAAAAAAAAH"; así de sencillo es hacerme feliz) 💖
¡Que disfruten de la lectura!
Prólogo
Año 1055 desde la Muerte de las Diosas
La chica tenía miedo.
De todo.
En todo momento.
Por cualquier motivo.
Las horas se deshacían mientras ella vivía escondida en un búnker de mantas y sábanas, sin importar en qué estación giraran sus manecillas. Ruidos articulados, incomprensibles, se filtraban a través de sus capas en una amalgama de sonidos que herían su cordura. Los hierros de la litera en la que llevaba incontables días abandonada crujían cada vez que alguien se acercaba a su refugio, haciéndola reventar en el llanto.
A veces le hablaban y a veces ella entendía, pero nunca nunca nunca emergía hasta que la abarrotada casa estaba dormida. Era en la oscuridad cuando podía comer y satisfacer sus funciones mundanas, las cuales no siempre podía contener durante toda la jornada, empapándose los muslos con una vergüenza visceral. No había recibido reproche alguno por ello. De alguna forma que no quería comprender, cada vez que regresaba, su cama siempre tenía sábanas frescas. Sí, alguna vez habían tendido emboscadas para forzarla a comunicarse, pero con cada intento la chica se había derrumbado de rodillas y se había cubierto la cabeza con los brazos hasta que la dejaban en paz.
Todavía nadie se había atrevido a tocarla. No iba a dejar de tener miedo por su falta de éxito. Con cada día estaba más segura de que no iba a dejar de tenerlo nunca.
Recordaba cada detalle de Esa Noche.
Había pasado más de un año desde el último verano en el que el sol besó su piel. Un sol que había muerto cuando ese hombre desconocido, vestido de un imponente negro, una marca de ceniza pintada en su frente, la había sacado de su cama entre ladridos. Había arrancado la fina sábana y, cerrando sus férreos dedos alrededor de su brazo moreno, no le había costado aplacar las violentas sacudidas de la chica.
Su hermano había corrido hacia ellos, gritando desde el fondo de sus pulmones QUE LA SOLTARA. El hombre no tuvo ningún reparo en agarrarlo del cuello y alzarlo como quien se extirpa un parásito.
La mente de la chica, en la que se había repetido que aquello solo era una pesadilla, guardó un silencio asfixiante cuando la cabeza de su hermano crujió contra la pared con el primer golpe. Sin soltarla, el hombre siguió atizando el muro del pasillo con su hermano, quien ya no gritaba. Ya no se zafaba. Ya no hacía nada más que colgar, su cabeza desapareciendo pedazo a pedazo con cada embestida.
Sus restos cayeron a los pies de la chica, quien ya no podía reconocer a su hermano. El hombre escupió sobre el cuerpo y tiró de ella. La chica no ofreció ninguna resistencia mientras la arrastraba hacia el salón en el que tantas tardes había jugado con su hermano. Sus dibujos estaban desparramados sobre el suelo, como siempre. Era una tradición de la casa que sus padres se quejaran del desorden, caminando de puntillas con cuidado de no pisar ni una hoja.
Ahora sus dibujos estaban arrugados y pisoteados por botas negras que llenaban la estancia como la densa nube de un incendio. Sus padres también estaban allí. Con las manos atadas a la espalda, sentados en sillas desde las que no pudieran ni rozarse, los hombres no se habían molestado en amordazarles. Quizá querían escucharlos gritar. Y gritar era todo lo que sus padres hacían.
Pero los hombres no estaban satisfechos.
No lo estaban mientras ataban a la chica en otra silla, aun cuando solo podía pensar en la pulpa sanguinolenta que ahora era su hermano.
No lo estaban mientras arrancaban la ropa a su madre y su padre clamaba, las venas de su cuello a punto de reventar.
No lo estaban mientras golpeaban a su madre y se la pasaban de mano en mano, sacudiéndola entre bramidos que seguían resonando en el tímpano de su hija.
No lo estaban mientras agarraban del pelo a la chica y la apuñalaban por detrás, machacando su cara con sus manos crueles.
No lo estaban mientras, una vez todos las hubieron compartido, partieron el cuello de su madre con la misma sencillez que a una rama vieja.
No lo estaban mientras pegaban un tiro en la cabeza a su padre.
Ni tampoco lo estuvieron mientras sacaban a la chica de su hogar y la empujaban a una celda que hedía a heces y angustia.
Recordaba.cada.maldito.detalle.
La soga que había abrazado su cuello había sido lo más cálido que había sentido desde que la echaron de su cama. Todavía anhelaba su roce cariñoso, la promesa de que el dolor desaparecería. A veces, bajo las infinitas mantas, cerraba las manos alrededor de su gaznate, presionando hasta que no podía respirar. Y las mantenía. Y las mantenía. Y las mantenía… pero siempre las dejaba ir. Su familia se había desvanecido en la inmediatez de un parpadeo. ¿Por qué ella no podía correr la misma suerte? ¿Por qué ella tenía que recordarlo todo?
En todo momento.
Sin importar cuántos soles murieran.
Sí, sus heridas habían sanado y su piel había adquirido el tono de la nieve sucia. Nada la apuñalaba por dentro, ya no sangraba más que una vez al mes sin que nadie la tocara. El collar de cuerda no había regresado para reclamar su cabeza. Todo se había asentado en una extranjera normalidad.
Pero nada era normal; no cuando podía recordar Esa Noche como si la reviviera una y otra y otra vez.
La chica también tenía buenos recuerdos, pero no conseguía acceder a ellos. Esa Noche se imponía ante el resto. Eso era todo lo que habían dejado en ella. Y eso era lo que más le afligía: le habían robado los mejores años de su vida y no encontraba la manera de recuperarlos.
Aquel día fue como cualquier otro. La calma reinaba en esa vieja casa de tablones y telarañas cuando salió de puntillas de su cama. Abrió la puerta entornada y echó un vistazo a su compañera de dormitorio.
La luna dorada bañaba unos cabellos desordenados, largos como algas, que caían de la litera superior. Cubierta solo con unas bragas altas, mostraba su cuerpo de preadolescente: un pecho plano, piel de marfil y brazos demasiado contorneados. Su boca estaba abierta en una gran O por la que vibraba un ronquido. Parecía más joven que la chica, pero no había persona en esa casa a la que temiera más.
Su cercanía la aterrorizaba. No entendía por qué siempre tenía que dormir encima de ella. Por qué cuando se levantaba le daba los buenos días en el idioma de la chica y por qué cuando se acostaba le daba las buenas noches. Por qué la había apodado «maoil», significara lo que significase. Por qué todavía no la habían encontrado los hombres de negro.
La chica fue directa al baño. Esperó en la taza del váter mientras el agua de la ducha corría hasta empañar el aire con una tupida nube de vaho. Sin desvestirse, se adentró bajo la cascada y se quitó una prenda tras otra, la cara aplastada contra los azulejos de la pared hasta entumecer sus pómulos. Las heridas frescas de sus brazos, abiertas por voluntad de sus uñas nerviosas, la hicieron temblar con su habitual escozor. Sobre un estante, una muda limpia esperaba: bragas blancas y camisón. Mientras se enfundaba en algodón, se aseguró de dar la espalda al gran espejo que reflejaba su figura.
En la cocina devoró todo lo que habían dejado en la mesa. Con la mano zurda apretada en un firme puño, tragó conteniendo las arcadas que el tacto de la comida en su paladar le provocaba. Nuevas lágrimas desfilaron por sus desdichadas mejillas, pero no se detuvo. Eso era lo que se llevaba a la boca en todo el día, pero no podía encontrar ningún placer en saciar su hambre cuando mil ojos se clavaban a sus espaldas en la oscuridad.
Nadie había salido de su habitación.
Nadie la estaba mirando.
Pero ella tenía miedo.
Sin mayor entretenimiento, regresó a su cama. Sus sábanas y mantas habían sido cambiadas para que volviera a moldear un capullo en el que protegerse hasta la noche siguiente.
Al tumbarse algo crujió bajo su cuerpo. Su corazón corrió millas, perdiéndose en la espesura de su pavor. Los ronquidos de su compañera de litera seguían dando ritmo a la noche.
No se atrevió a mirar lo que era, pero no pudo pensar en otra cosa. El día llegó al otro lado de su cápsula de mantas.
—Buenos días, maoil —dijo su compañera en medio de un bostezo antes de marcharse perezosa, cerrando la puerta tras de sí.
Silencio. Voces amortiguadas. Risas extrañas. Silencio. Silencio. Silencio…
Lenta, muy lentamente, la chica palpó bajo su espalda. La rugosidad del papel dio la bienvenida a la yema de sus dedos. No era una hoja muy grande; estaba doblada. Trazos de lapicero habían sido clavados en el gramaje hasta casi rasgarla.
Y la chica tenía curiosidad.
Se moría de curiosidad.
En esa asfixiante oscuridad no podía ver de qué se trataba.
Necesitaba luz. Si se abría un poquito al día… Si apartaba sus mantas lo justo para…
Nonononono.
Tenía miedo.
Tenía mucho miedo.
Todo el tiempo.
Esperó despierta hasta que su compañera de habitación volvió con su clásico:
—Buenas noches, maoil —y escasos minutos más tarde procedió a roncar.
La chica aguardó con impaciencia a que la casa durmiera. Entonces salió de puntillas de la cama y se llevó el misterioso papel al baño. Con las retinas irritadas, analizó durante largo rato el que, con toda probabilidad, era el peor dibujo que había visto en su vida.
Miles de lapiceros de colores se habían juntado en círculos torpes y líneas gruesas para dibujar una especie de rata blanca con nubes de algodón pegadas a los brazos. En lo que debía de ser la cabeza —una hipótesis que nacía a raíz de las dos pelotas azules que estaban separadas por un pico torcido—, una sonrisa de sierra partía esa figura de la que despuntaban pinchos blancos que la cubrían como a un puercoespín. A su alrededor, espirales y rayos psicodélicos la envolvían en una tormenta que mareaba. Y, camuflado entre tanto color, al pie de la esperpéntica figura había un nombre escrito con mala caligrafía.
Daisy.
Tan pronto como ese nombre tomó consistencia en su cabeza, supo que era su compañera de litera. Su memoria trajo nuevas voces, pronunciando ese nombre, casi siempre con un tonito enardecido que no tardaba en tornarse cariñoso.
Cuando la chica regresó a su habitación, exaltada al darse cuenta de que había pasado demasiado tiempo absorta descifrando el dibujo y la intención tras él, lanzó una mirada a la muchacha con la que compartía litera. Nada había cambiado ni un ápice, pero ahora sentía algo diferente al ver esa melena encrespada. Curiosidad había emergido de las sombras, susurrándole al oído, haciéndole preguntas que distaban mucho de ser que cuándo volverían los hombres de negro, cuándo la arrancarían de su nueva cama. No, ahora no se preguntaba cómo la iban a herir. Solo quería saber…, ¿quién era Daisy?
Se enterró en su cama sin prisa, la capa de mantas más fina. El dibujo permaneció doblado sobre su vientre y el colchón se amoldó bajo su cuerpo, sus músculos siempre tensos ahora mínimamente relajados. ¿Qué debería hacer? No había tocado los lapiceros ni los folios en blanco que habían dejado en la cocina. No había tenido ni un ápice de imaginación para saber qué hacer con ellos. ¿Debía hacer su propio autorretrato? Ya no recordaba cómo era, y la imagen que tenía de sí misma tampoco era muy buena.
El día retornó a su único bucle y la noche cayó una vez más, puntual. El silencio reinó. La chica emergió de su fortaleza, los arañazos de sus brazos empezando a formar costra. Se duchó, se cambió de ropa y fue a la cocina. Con una manzana en la boca, tomó la hoja que coronaba al resto, colocadas como la noche anterior, y empuñó un lapicero blando. Sus manos recordaban mejor cómo plasmar la imagen que tenía en mente que su propia cabeza, confrontada entre el pánico a que la pillaran, la vergüenza a que estuviera haciendo el ridículo y la excitación por saber qué ocurriría después. Trabajó entre mordiscos, entretenida tal y como cuando había pasado las tardes dibujando con su hermano. Si bien se detenía a mirar por encima del hombro cada vez que la madera crujía, no había estado tanto tiempo fuera de la cama desde que los hombres de negro la sacaron de ella.
Su idea de dejar el dibujo bajo la almohada en la que su compañera de litera babeaba era una fantasía, así que lo dejó en el suelo. Después volvió a cubrirse en las sombras. Y esperó.
Una de las primeras cosas que conoció de Daisy —aparte de que nunca, ni siquiera en invierno, dormía vestida, de que roncaba como los cerdos que su abuelo solía criar y que no tenía talento para las artes plásticas— fue que no era discreta.
—Buenos días, maoil —bostezó en morktiano con su fuerte acento antes de dejarse caer como un peso muerto al suelo, los pies por delante.
Aun con las pestañas pegadas, vio el dibujo a la primera. Se agachó hablando en su propio idioma, cogió el papel y se echó a reír. No era la primera vez que la memoria de la chica registraba ese sonido, pero sí fue la primera en la que las carcajadas reverberaban como si fueran suyas. No era el sonido refinado que la mayoría de sus amigas habían liberado ante ella, como si tuvieran miedo de sonreír demasiado, de sentir demasiado. Tampoco era el canto dulce que su madre o su padre emitían en la intimidad de su hogar. Qué va. Daisy reía como si el mundo dependiera de ello.
La chica se quedó prendada de esa risa. Sus labios querían abrirse en respuesta hasta que no escondieran ni un diente. Pero un temblor fue lo único que les sacudió, debatiéndose en su rigidez. Daisy siguió emanando palabras cuyo significado desconocía su compañera de litera y la chica bebió cada sonido. Asomarse y mirar a Daisy no le habría costado más que un tirón a la tela. Pero permaneció en absoluto silencio. Inmóvil como un cadáver en su féretro.
Daisy se marchó, dibujo en mano, y cerró la puerta tras de sí. Lágrimas corrieron por el rabillo del ojo de la chica y no fueron de miedo. Esa risa ahuyentó durante el resto del día a sus demonios.
La noche llegó. Daisy le dio las buenas noches en morktiano con mejor humor de lo normal y empezó a roncar. En la cocina, a la chica la esperaba una nueva y cuestionable obra de arte.
Con el mayor realismo que había podido plasmar, la chica había dibujado a su compañera tal y como ella la conocía: durmiendo. Unos círculos rojos habían aparecido en el retrato, marcando el brazo y hombro desnudo de Daisy, colgando de la litera. El nuevo dibujo de la chica plateada, a su puro estilo caótico, había querido copiarla poniendo más de esas abultadas nubes alrededor de su cuerpo. En morktiano mal escrito, ese dibujo rezaba: «¡No has captado la esencia de mis hombros musculados, maoil! ¡Mira y aprende!»
Un agradable hormigueo recorrió el rostro de la chica. Y siguió cosquilleándola mientras tomaba una nueva hoja y contestaba a su compañera.
A la mañana siguiente, la risa de Daisy volvió a iniciar el día como el canto de los gallos del corral de su abuelo.
—¡Eres una genio, maoil! ¡Eres una genio! —carcajeó ese día en un tosco morktiano.
Una diminuta medialuna agrietó el rostro de la chica bajo la capa de sábanas.
La mesa de la cocina estaba desapareciendo bajo dibujos. En el último que había hecho la chica —una recreación de su primer retrato pero con un cuerpo de músculos venados que triplicaba la verdadera forma de Daisy—, había preguntado: «¿Qué es un maoil?».
La contestación de su compañera fue dibujar una especie de rata gigante de ojillos diminutos y manos largas como palas. Se había tomado la licencia artística de ponerle una melena oscura como la de la chica y envolverla en una manta. Las letras chapurreaban en morktiano: «Un maoil es un topillo: un ser que vive en la oscuridad y es tan cuco como tú».
Los ojos de la chica centellearon al tiempo que sus manos buscaban una nueva hoja.
Durante días, la chica y Daisy se comunicaron a través de dibujos y frases que cada vez se hacían más largas hasta extenderse a las partes traseras de los folios. Los mensajes de su compañera de litera debían ser traducidos por otra persona, pero era su puño el que escribía cada letra con una imprecisión deslumbrante.
La chica mentiría si dijera que había olvidado Esa Maldita Noche. Sin dejar de fantasear con qué dibujaría Daisy ese día, en ocasiones su memoria la traicionaba, volviendo a azotarla con sus fobias. Bajo la solitaria sábana que la cubría, ahora era consciente de cómo la luz se movía al otro lado de la tela, de las horas que todavía pasaba secuestrada por su propia mente. Lo único que cortaba sus lágrimas era escuchar la voz de Daisy, incluso sin saber qué estaba diciendo. Su timbre, confiado y divertido, se había convertido en un ancla para la chica. Un escudo tras el que parapetarse de los hombres de negro.
Una noche como cualquier otra, la inseguridad y el miedo recayeron sobre la chica.
«¿Quieres ver las estrellas?», preguntó Daisy en su último dibujo, extrañamente lacónica. La chica había confesado que una de las cosas que más añoraba de salir de casa era apreciar el cielo estrellado.
La pregunta de su compañera la dejó dubitativa y con conclusiones que la aterrorizaban. Daisy no la había instado a que cambiara sus hábitos. Solo quería saber cómo era su vida, qué ocupaba su cabeza en todas las horas que pasaba en la cama. Pero, a pesar del dibujo que había pintado de un fondo oscuro apuñalado por figuras amarillas de cinco pinchos, la chica leyó ese mensaje como si fuera un sarcasmo.
¿Quería ver las estrellas?
Pues ya sabía dónde las tenía.
Ya sabía lo que tenía que hacer.
Lo que debía hacer.
Incapaz de continuar con ese juego, la chica regresó a su habitación. Daisy no roncaba, aunque sí estaba tirada con su habitual despropósito; la pura imagen de la indiferencia. En ese instante, con la cabeza de la chica convertida en un torbellino de hojas afiladas, tomó esa naturalidad como un insulto más, una burla. «Mira qué bien se duerme aquí, sin sábanas que asfixien. Qué idiota eres por no hacer lo mismo; por vivir con miedo», parecía decir.
La chica se dejó caer en su cama y agarró las mantas, dispuesta a encerrarse en su capullo impenetrable. Antes de cubrirse por completo, una luz captó su atención. No entraba por la ventana, ni se colaba por debajo de la puerta cerrada. Venía de arriba. Del que llevaba siendo su cielo por más de un año.
Alguien había pintado estrellas fluorescentes en el panel de madera que separaba su cama de la de Daisy. Reconocía las constelaciones, las mismas que su padre le había enseñado desde que era pequeña, llevándola lejos de la ciudad para que su intensidad no pudiera molestarlos. El recuerdo volvió a ella como si nunca se hubiera ido; como si ella fuera quien se había perdido y al fin hubiera regresado.
Las lágrimas de la chica afloraron libres, pero su humillación se había esfumado. Una abrasadora presión crecía bajo su esternón mientras recorría con la mirada las estrellas que tanto había añorado. Las sábanas seguían apretadas en sus manos, ahora incapaces de sepultarla.
Iba a estallar.
Iba a reventar como una presa y no habría forma de volver a contenerla.
No podría volver a ser lo que era.
No podría… Y tampoco quería.
Un sonido ahogado se quebró en su garganta. Demasiado alto.
El gruñido se repitió y sus labios estiraron con un dolor agradable. Cruzó las manos sobre su corazón, el cual volvía a latir y saltar y regocijarse en una alegría que había creído fallecida. De la litera superior le llegó una risotada que la respondía a su manera, sin preocuparse de a cuántos despertarían.
La chica siguió durante lo que podrían haber sido años o un segundo. Por primera vez desde que los hombres de negro la arrancaron de su cama y pisotearon su hogar, no podía dejar de reír. Y, con las carcajadas de Daisy acompañándola más allá de las estrellas que había pintado para ella, se prometió a sí misma que nunca dejaría que nadie le impidiera volver a hacerlo.
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