Primer fragmento de Sorgina
¡Buenos días, lectorxs!
En esta entrada, os comparto el primer fragmento/escena escrito de Sorgina, la secuela de Noroi y Helhest. Por ello, si no habéis leído ambos libros, no os recomiendo continuar leyendo, pues aunque sea breve se menciona un spoiler GIGANTESCO. Si habéis llegado al final de Helhest, entonces, disfrutad de este puñadito de palabras:
Capítulo 1
La brisa murmuraba un estremecimiento sobre su piel. La hierba, bañada en frescor, bailaba a su son y cosquilleaba una nariz respingona mientras las amapolas se mecían entre sus cabellos y teñían el verde de rojo. El lago, ante unos pies descalzos, salpicaba con la caricia de los pájaros sedientos y los peces osados. El sol irradiaba sobre la piel pálida, despertando un sinuoso vaho que puso fin a su letargo.
Perezosa, bostezó. Una capa resbaladiza de escarcha se deslizó alrededor de sus labios, de sus párpados, y goteó de sus dedos al arquearlos. Una sensación suave y reconfortante llenó su tacto con aquel gesto adormilado. Con un crujido helado, entreabrió los ojos curiosos.
Un bufido agudo manó del zorrito que dormitaba junto a ella con una larguísima sonrisa en su rostro albirojo. La tensión se apoderó de él al estirar las blancas patas al tiempo que su lomo se curvaba contra el vientre de la chica. Tenía la punta de la lengua enganchada entre los dientes delanteros. Tras aquel vago ejercicio, volvió a hundirse en la hierba con un resoplido satisfecho.
Kayla Lasair parpadeó y midió el siguiente movimiento de su mano. No deseaba perturbar a la criatura en su reposo, ni a las otras tres que se acurrucaban junto a ella, recostadas contra sus piernas, su cabeza, su espalda. Sin prisa, permitió que sus dedos se hundieran en el costado el zorrito que había vuelto a caer en el sueño y la calidez se expandió en su pecho entumecido con el chasquido de un resquebrajar.
Volvió a cerrar los ojos. Sus miembros pesaban, su mente seguía fatigada. Los zorros la protegerían mientras descansaba. No tenía ninguna prisa —ni una razón— por la que levantarse. Nadie la esperaba.
Ya no tenía ningún lugar al que regresar.
—¿Esta vez te dolió?
Con el eco de esa voz grave, los zorritos incorporaron la cabeza y alzaron las orejas lanceoladas. La brisa sopló sobre sus pelajes anaranjados, y las criaturas corrieron con ella. Saltaron sobre el cuerpo tumbado de Kayla. Su despedida fue la descuidada caricia de sus colas.
La Helhest liberó un gruñido adormecido. A pesar de que el sol incidía sobre ella, un frío repentino la estremeció. Se frotó los párpados y no vio otra opción que torcer la espalda rígida para encarar a su visitante indeseado. Las amapolas le cosquillearon en las mejillas.
No le había escuchado acercarse, pero él estaba acuclillado a su lado con esa sonrisa afable con la que siempre le daba la bienvenida. Apoyaba los codos sobre las rodillas; la piel bronceada de sus pantorillas y brazos, al descubierto. El aire jugó con los mechones castaños que le colgaban sobre la amplia frente y llenó a la chica con el reconfortante aroma de la paja y del chocolate. Sus ojos dorados no se desviaron de los de Kayla.
La Helhest dejó caer un brazo por encima de la cabeza en una postura indigna, sin el espíritu para mantener las formalidades. O para que le importara perderlas.
—¿Si dolió el qué? —masculló en medio de un nuevo bostezo.
Una arruga surcó el entrecejo del chico. El jolgorio de los zorros correteando por el valle se fundió con el ancestral piular de los áureos Hays que lanceaban el cielo. El agua del lago se aquietó.
—Morir, Kayla —susurró el chico zorro, sin más sonrisas—. Me preocupaba que hubieras sufrido demasiado esta vez.
Un cúmulo de nubes atormentadas se deslizaron por el cielo, sellando al sol. Kayla se hundió un poco más en la hierba. Una condensación de vaho escapó entre sus labios.
—La-La verdad es… que no me encuentro bien. —Gruesas lágrimas heladas asediaron su mirada—. No me encuentro nada bien…
Entre crujidos, apretó las manos contra su bajo vientre. Un malestar punzante nacía en su centro, expandiéndose por cada una de sus terminaciones. Una sacudida nerviosa la hizo ladearse de costado. Apoyó sobre la hierba la frente perlada de sudor helado. La sangre seca llenaba su boca, engarzada en sus dientes, en su lengua, en su campanilla. El icor continuó subiendo a trompicones por su torso, envenenando su respiración, y anidó en su corazón aquietado.
—Lo siento —musitó el chico zorro antes de apoyar una mano sobre el brazo pálido. Su tacto quemaba—. No pude…
Kayla sacudió la cabeza, febril.
—No-No me dejes... No me dejes sola.
La mano apretó, firme. Después, el chico zorro se agachó para rodear con delicadeza a Kayla. Un brazo tras la espalda, otro tras las rodillas. Con un impulso, arrancó su cuerpo de la pradera y del círculo marchito que se había extendido bajo ella. Sus pasos fueron gentiles mientras se aproximaban a una pequeña cabaña, amparada por la sombra de unos tupidos álamos. Kayla inclinó la cabeza hacia atrás.
Era una desgracia que no pudiera ver las estrellas en el cielo.
—Fragmento de Sorgina, escrito por Inés Platero Gracia.

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